El gato no esta triste ni azul
En mi casa los
grandes discuten en voz alta por todo y yo tengo que hacer
gala de una gran paciencia para soportarlos. El piso donde vivo no es muy
grande y aunque me esconda en los más recónditos recovecos, ya sea en los
huecos del sofá o bajo la cama en la habitación del fondo, mis excelentes
orejas me permiten escucharles aunque no sea mi deseo. Los gritos entre la
hembra y el macho grandes a veces hacen referencia a mis apreciados excrementos.
¿Acaso no saben, ignorantes, que el arenero es mi jardín zen particular? La
disposición de mis deposiciones obedecen a un patrón de belleza y simetría que nunca llegaran a apreciar. Sin contemplaciones de ningún tipo destruyen
mi obra sin fijarse en mis esfuerzos artísticos. Solo oigo injustas quejas del
fuerte aroma que desprenden y continuas discusiones respecto a quien le toca recoger
mis cacas exquisitamente ordenadas por tamaño, forma y olor.
Comprendo
que no compartan mis gustos, a fin de cuentas no pueden tener la sensibilidad
de un felino. Pero lo que mas me duele es cuando hablan de mi carácter
particular extrapolándolo a todos los
gatos en general. ¿Egoísmo? ¿Desapego? ¿Interés? Dichas calificaciones me
parecen injustas ¿Acaso me toman por un perro? Que no demuestre mi afecto desesperadamente con cabriolas, ladridos y lametazos no significa que no sienta algo por los
grandes de mi casa. Si albergase rencores por las veces que me han pisoteado o
han escatimado la comida ya hubiera marcado sus caras peladas con mis lustrosas
zarpas, pero nunca tomo en cuenta ninguno de sus agravios. Soy un gato, tenemos nuestras maneras.
Con la llegada del verano vienen las cucarachas. Por ridiculo que parezca todos los grandes, menos su cachorro, les tienen autentico pavor. La sola visión de una de ellas hace que se pongan a gritar, mas aun, de manera histérica. Cuando duermen por las
noches las persigo y doy buena cuenta de ellas. Sé de compañeros felinos que las dejan junto a sus comederos como trofeos de caza. Algunos cuidan, como hago con mis deposiciones, de ordenarlas por distintos tamaños. Yo sin embargo no dejo el mínimo rastro de ninguna de ellas ya que me he acostumbrado a su sabor crujiente. Lo malo es que no siempre consigo
acabar con todas.
Por ello los grandes han tomado la mala decisión de distribuir cajitas con veneno por todos los rincones de la
casa. Los ignorantes no saben que es un gesto inútil. Las cucarachas que vienen
a esta casa son inmunes a esas trampas desde hace varias generaciones insectívoras.
Aquellas
cajitas sin embargo pueden ser mortales o potencialmente muy
dañinas para el pequeño de la casa. El bebe de los grandes se mete todo lo que
encuentra en su babeante boca: la comida de sus padres, mi pienso, tapones,
monedas, estuches, zapatos, mi atusada cola. No hay nada que no sea susceptible
de tratar de ser ingerido por el pequeño mostruito. Conmigo se ensaña especialmente, me
tira de las orejas, me estruja el cuerpo, se sienta encima de mí, incluso ha
llegado a morderme con sus afilados dientecillos. Por mi parte nunca le hago
ni un rasguño ni soltado el mínimo bufido, soporto estoicamente todos sus castigos. Cuando, al borde de la muerte por aplastamiento, ya no me quedan mas opciones emito un agudo maullido para avisar a
sus progenitores y me lo quiten de encima.
En una de esas tardes, donde hace mucho calor afuera pero dentro de la casa mágicamente se estaba fresquito, tanto la hembra como el macho de los grandes habían caído rendidos en una de esas siestas donde conviene mucho no molestarlos. El bebe había escapado de su casa enrejada, cuna lo llaman, de alguna manera y estaba campando a sus anchas por toda la casa. En sus manecitas sostenia una de aquellas inútiles, pero muy peligrosas, trampas para las cucarachas.
Me vino a la mente una cosa que una vez el macho grande le dijo a su compañera:
- Si
este gato midiera tres metros lo primero que haría sería arrancarnos la cabeza
de cuajo.
Cuan
equivocado esta, que poco saben de mi bondad y magnificencia. El bebe tenia
aquel plástico con veneno en sus manos. Si yo hubiera querido que aquella cría
de los grandes se envenenase me hubiera bastado con no hacer ningún tipo de acción. Ademas era la hora mágica. Pero, para los buenos gatos, esas no son maneras. Lejos de lo que puedan parecer mis acciones yo aprecio a esta familia de grandes, mis ronroneos no son fingidos y me considero parte de ella. Siendo un gato de acción tenia que tomar cartas en el asunto y rápido. Mis maullidos no servirían de nada, cuando hacen siesta los grandes el único caso que obtengo de ellos es que me tiren un zapatillazo, fácilmente esquivable, mientras permanecen medio dormidos. El bebe era ya mas grande que yo, fisicamente no podria arrebatarle aquella mortal trampa para cucarachas. Lo único que podía hacer era impedirle que se lo metiera en la boca jugando con él. Así pues a cada gesto suyo con esa intención iba anteponiendo alguna de mis
patas, mi cuerpo o incluso mi cabeza para evitar el desastre. En algún momento aquello llevó a que al bebe de los grandes se pusiera a jugar conmigo a su tosca manera de horribles pellizcos, inmisericordes estiramientos y terribles estrujamientos. Atrapado en uno de ellos estaba yo tan concentrado en impedir la funesta ingesta que no
reparé en que los grandes se habían despertado y habían contemplado toda la escena.
A
partir de entonces sus quejas respecto a mi han descendido de una forma bastante apreciable.
Ya no me insultan ni a mi ni a mi estire felina cuando desordenán mi arenero. El indice de zapatillazos ha descendido e incluso son mas tolerantes cuando afilo mis uñas en el sofá. Comprendo que no me
lo agradezcan directamente ya que piensan que no entiendo sus
palabras. Esos detalles me dan completamente igual, soy un gato y no necesito reconocimiento alguno.
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